“Aumento del 12,5% a todos los jubilados”. “Lanzan medidas para
proteger la industria nacional”. No, no son titulares de Tiempo argentino ni de
Pagina/12. Son de Clarín hace exactamente 4 años. Eran los últimos estertores
de la relación amorosa entre el kirchnerismo y el Gran diario argentino. La ley
de medios iba a terminar de alejarlos, ¿para siempre?... Nunca se sabe. Lo
concreto es que hoy son ex cónyuges que no se soportan.
Cuando el gobierno de Néstor
Kirchner necesitó ampliar su base de apoyo social recurrió a la seducción del
más grande multimedios del país. Necesitaba a Clarín de aliado para construir
poder. El pingüino había llegado a la Rosada con un helado 23% y con una
renuncia enviada por fax desde La Rioja. El discurso histórico-político K
estaba muy lejos aún de escribirse en las calles, en 6-7-8, en Fútbol para
todos o en la red de medios y programas ideológicamente compatibles que hoy
llenan muchos de los espacios de aire, papel y cyberespacio que frecuentamos. La
etapa 2003-2007 del tándem Kirchner-Magnetto debe leerse en esos términos.
Llegó Cristina y con ella, la Ley
de medios. Muchos creemos que esta iniciativa representa un salto cualitativo y
sincero hacia la democratización de la palabra en el país. La ley se
confeccionó cuando el kirchnerismo ya había logrado instalar su relato histórico
en la sociedad. La prueba está en que se aprobó en una coyuntura de debilidad
política, luego de la derrota de Kirchner en la provincia de Buenos Aires.
Clarín ya era, entonces, un escollo en la consecución de la esperable
consolidación de la democracia mediática.
El multimedios no se quedó de
brazos cruzados. Con sus intereses económicos amenazados, se convirtió en el
principal factor de contrapoder. Marcó la agenda de la oposición e intentó
diagramar una estrategia para desplazar al kirchnerismo cuanto antes del poder.
La muerte del líder patagónico postergó unos meses el plan, pero no lo abortó.
La necesidad primera era aglutinar en una persona ese inestable equipo de dirigentes
denominado oposición. El proyecto Macri chocó contra el pragmatismo de Durán
Barba. El eterno lanzamiento del Lole se quedó en boxes. Lilita se desinfló y
se pinchó a la par de sus teorías apocalípticas. Alfonsín nunca movió el
sismógrafo de las encuestas y Duhalde, aún sin convencer a nadie, se convirtió
en la última carta. La mano vino cambiada en las primarias y el único recurso
que queda, de ahora en más, es el miedo. En eso están.
A fines de los años ’20, el
diario Crítica, de Natalio Botana, inició una abierta campaña de desprestigio
del segundo gobierno de Yrigoyen que culminó con el golpe de estado de 1930. En
la década del ’60, Mariano Grondona, desde la revista Primera plana, logró
ridiculizar y finalmente instalar el ambiente que promovió el derrocamiento del
austero y digno gobierno de Arturo Illia. En 1976, ni Clarín ni La Nación ni La
Razón lamentaron el golpe de estado militar que terminó con el gobierno de
Isabel Perón. Estos ejemplos, y muchos más, demuestran que los intereses
económicos y políticos movilizan las plumas y los teclados de nosotros, los
periodistas, en tanto empleados de una empresa mediática. Esas empresas suelen
defender la libertad de expresión como reaseguro del orden democrático. Poco
les importa un pepino la democracia cuando su libertad de ganar dinero está en
peligro.
La vida de Clarín, desde el 28 de
agosto de 1945 a la fecha, hay que entenderla en esas coordenadas. Está
dispuesto a ofrecer sus servicios siempre y cuando se le aseguren sus
privilegios. De lo contrario, ni una concesión. Una especie de periodismo
“prostituyente” que sonríe al mejor postor.
Gabriel
Prósperi. Periodista.
2
de julio de 2011
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