Alberto Márquez tenía 57 años. Era robusto y convivía con la
diabetes. Sin embargo, ya a la sombra de un árbol y luego de haber enfrentado
los bastonazos de los azules, como en los viejos tiempos, rompió toda dieta y
se devoró dos conogoles enteritos. Estaba contento y satisfecho: como peronista de ley había
participado activamente en el día de la renuncia del radical De la Rúa. En un
momento, bajó de la vereda al asfalto para ver mejor los enfrentamientos que
aun se daban hacia el lado del obelisco. De pronto, dos autos frenaron a unos 30 metros de
distancia, sobre la 9 de julio. Se bajaron varios hombres. Apuntaron y
dispararon. Alberto atinó a darse vuelta, dio dos pasos y cayó. Manaba sangre de su boca. Marta, su mujer, lo sostuvo como pudo mientras le gritaba que no se vaya. Pero Alberto se iba. Un milagroso Fiat Duna rojo paró sobre el cordón. Alberto agonizaba. Lo subieron entre varios atrás. Marta subió al asiento del acompañante. El conductor del Duna
arrancó pero no sabía para donde ir. El tiempo corría y la vida de Alberto se
escapaba. Apareció una ambulancia. Un médico
le hizo la primera revisión. No hizo falta más: miró a Marta, meneó la cabeza y esbozó una mueca de disculpa. Durante años, Marta volvería una y otra vez, sola, a la plazoleta de la 9 de julio, a ver si Alberto volvía.
martes, 20 de diciembre de 2016
20 DE DICIEMBRE. PETETE
Carlos “Petete” Almirón cayó en la Avenida 9 de Julio y el
cruce con Avenida de Mayo. Quedó encerrado entre una nube de gases lacrimógenos
y una línea de avanzada de la infantería de la Policía Federal. Recibió una
perdigonada en el pecho. Al mando de esa fuerza represiva estaba el
Subcomisario Ernesto Sergio Weber, encargado del Cuerpo de Operaciones
Federales. El padre de Weber también fue subcomisario de la Federal. En su
época de “gloria” se lo conoció con el alias de “El Maestro” o “220”. También
era conocido como Armando o Rogelio.
Ernesto Enrique Frimon Weber estuvo en Operaciones de la ESMA entre 1977 y
1978. Enseñó a los marinos a usar la picana eléctrica y participó de los
secuestros de Graciela Daleo, Norma Arrostito y Alicia Milia. Además, y como
corolario de tan suculento legajo, integró el grupo de tareas que emboscó al
periodista Rodolfo Walsh en San Juan y Sarandí. Fue quien le disparó. Weber
hijo no estuvo entre los acusados del juicio por los hechos del 20 de
diciembre. En 2002, la jueza Servini de Cubría lo indagó por lesiones a manifestantes
en la Plaza de Mayo y le dictó la falta de mérito. En julio de 2004 Weber
participó activamente de la furiosa represión en la Legisltura porteña durante
la protesta contra el nuevo código contravencional de la ciudad de Buenos
Aires. Meses después, fue ascendido a comisario y quedó a cargo de la seccional
27ma. de Villa Crespo. Hoy goza de las mieles del retiro luego de entregarse
durante años a su deber.
20 DE DICIEMBRE. DIEGO
Aquella tarde, Diego se
tomó el colectivo 24 rumbo al centro. Estaba solo. Quería bajarse lo más cerca
posible de la Plaza de Mayo. Pero el movimiento represivo de la policía lo
empujó hacia la 9 de julio, como a otras cientos de personas. Pasadas las 16:00
estaba a la vanguardia de un grupo que le hacía frente a la barrera de
federales que retrocedía hasta Avenida de Mayo y Tacuarí. Disparos secos se
escucharon desde la línea policial. Un motoquero cayó mortalmente herido
(Gastón Riva). Casi al mismo tiempo, y unos metros más allá, Diego era
despedido hacia atrás por un impacto de plomo en el pecho. Otros jóvenes que
marchaban a su lado, lo vieron, lo levantaron y corrieron con él a cuestas
hacia Bernardo de Irigoyen. Ya lejos del alcance policial, lo dejaron sobre el
pasto, en una plazoleta. Diego apenas respiraba; apenas se movía. Los pibes que
lo rodeaban pedían a gritos una ambulancia. La asistencia no iba a llegar a
tiempo.
El 21 de diciembre de 2001, antes de que la claridad del amanecer acaparara la mañana, el paquete con los diarios ya estaba en el kiosco de la esquina de la casa de los Lamagna, el de los amigos de toda la vida de Diego. Cuando tomaron en sus manos el Clarín, la tapa los estremeció. El que aparecía en la foto, tirado boca arriba, era Diego, su amigo, ya sin vida.
El 21 de diciembre de 2001, antes de que la claridad del amanecer acaparara la mañana, el paquete con los diarios ya estaba en el kiosco de la esquina de la casa de los Lamagna, el de los amigos de toda la vida de Diego. Cuando tomaron en sus manos el Clarín, la tapa los estremeció. El que aparecía en la foto, tirado boca arriba, era Diego, su amigo, ya sin vida.
20 DE DICIEMBRE. GUSTAVO
Son las
16:22. La guardia de infantería retrocede hacia la Plaza de Mayo. Los efectivos
de comisaría se repliegan luego de usar sus escopetas cargadas con plomo. Los
manifestantes más osados avanzan. Saben que hay heridos; que hay muertos. Están
enardecidos. Cuatro pibes de bermudas y torsos desnudos sacuden un cartel de
señalización y lo arrancan de cuajo. Van con todo contra los blíndex
polarizados. ¿Hay alguien adentro? Qué importa. No buscan hacer daño por el
daño mismo: expresan el clímax de la bronca callejera contra el enemigo a la
vez simbólico y real: la fachada de un banco transnacional. El blíndex sede y estalla.
Al instante, se escucha una ráfaga de disparos. Y otra. Y otra. Los pibes del
cartel y otros tantos corren despavoridos. Todos escapan, menos uno. Gustavo
Benedetto está boca abajo y no se mueve. Lleva una bermuda y una remera en la
cabeza. Está en cueros. La sangre empieza a brotar de su cabeza. Ya está
muerto. La bala 9 milímetros atravesó su cráneo. La autopsia hablará de un sólo
orificio de ingreso y salida. Cuando la balacera se apaga vienen en su auxilio
otros jóvenes. Ya nada se podrá hacer. Una ambulancia del SAME llega al lugar a
las 16:36. Volará por las calles incendiadas hasta el hospital Ramos Mejía.
Pero el flaco de La Tablada, de 23 años, ya es la cuarta víctima fatal de la
tarde.
20 DE DICIEMBRE. GASTÓN
"La policía había
retrocedido, parecía que no iba a volver, se diluyó ese cordón, por lo menos yo
no lo veía a ese cordón, como le decía al principio, que para mí era de Guardia
de Infantería. Y los manifestantes que estaban dispersos por 9 de Julio, en
ambas direcciones, y sobre Avenida de Mayo en dirección al Congreso, se
empezaron a concentrar y empezaron a venir para dirigirse a Plaza de Mayo. En
ese momento, que yo ya estaba ingresado sobre Avenida de Mayo, en dirección a
la Plaza, estos chicos que estaban en la esquina empezaron a ir en dirección a
Plaza de Mayo por Avenida de Mayo. Yo me acerco y les digo: no vayan, porque yo
tenía esa experiencia de lo que estaba pasando, que los cordones retrocedían y
avanzaban y se daba esa situación de detenciones y de palizas. Y en eso, uno de
estos chicos que avanzaba me dice "subí, subí, subí a la moto". Me
subo a la moto, él iba andando muy despacito desde esa esquina que le señalo de
Avenida de Mayo y 9 de Julio. Yo me subo a la altura de una boca de subte que
hay. No me acuerdo cuántos metros habremos hecho, la moto iba queriendo retomar
el centro de la calzada y yo ya voy mirando que a la altura de la primera calle,
Suipacha, del otro lado, que es Tacuarí, surge un grupo de policías con las
camisas blancas y uno de ellos veo que nos apunta, baja el arma, vuelve a
apuntar y nos dispara. La persona que estaba hace ese movimiento: baja, vuelve
a levantar y tira. En ese momento que tira, yo estoy viendo por detrás de la
cabeza de este muchacho y veo que disparan. Se escuchan algunas detonaciones.
Yo lo tenía a este muchacho de espalda, se siente como un movimiento de su
cuerpo, él empieza a perder el control de la moto. No largó el manubrio de la
moto, sino como que quedaron sus brazos sin control del manubrio. Finalmente,
lo suelta y caemos los dos para atrás y la moto siguió unos metros más. Este
muchacho cayó sobre la avenida de Mayo, longitudinalmente, con la cabeza hacia
el Congreso y los pies hacia la plaza, en esa posición".
Daniel Horacio Guggini no conoce a Gastón Riva. Pero no resiste la invitación y
sube a su moto. ¿Cree que está más seguro, que puede escapar más rápido? No. Es
un impulso. Un impulso que podría haber sido fatal para él. Y no lo será sólo
de milagro. El cuerpo más robusto de Gastón recibe la perdigonada mortal.
Daniel vivirá para contarlo... "Camisa blanca. Nos apunta, baja el arma,
vuelve a apuntar y nos dispara".
lunes, 19 de diciembre de 2016
19 DE DICIEMBRE
Son las 12:30 del mediodía hirviente. El auto
negro importado estaciona pegado a la típica veredita de San Telmo. Dos
custodios separan con sus gruesas humanidades a los fotógrafos y periodistas que
quieren llegar hasta una de las puertas traseras. La cabeza semicalva del
presidente se asoma. Una lluvia de roncos insultos lo recibe. Empujado por los
guardias y por las circunstancias, Fernando De la Rúa ingresa a la sede de
Cáritas. Durante una hora escucha reproches de sacerdotes, gobernadores,
empresarios, sindicalistas y operadores varios. Cumplida la “misión-coraje”
pergeniada por su “entorno-sushi”, el Presidente se levanta y se despide.
Afuera, el auto está ahora sobre la vereda. Los custodios lo empujan adentro.
El diluvio de insultos se convierte en un granizo de huevos y cascotes. El auto
arranca y se lleva un recuerdo en la luneta: un piedrazo la destroza en miles
de pedazos.
A esa misma
hora, en el barrio Las Flores de Rosario, unos 20 pibes reciben su única comida
del día en la Escuela N° 756, “José Manuel Serrano”. De pronto, escuchan una
furiosa balacera y el inconfundible ulular de sirenas policiales rodeando el
lugar. “Pocho” se sube al techo de la escuela y grita: “Hijos de puta, bajen
las armas que acá nada más hay pibes comiendo”. La respuesta es un certero
itakazo a la altura de la traquea. “Pocho” cae muerto. A partir de ese
instante, Claudio “Pocho” Lepratti será para siempre el ángel de la bicicleta.
León Gieco lo inmortalizará en una cumbia:
“Cambiamos fe por lágrimas,
con qué libro se educó esta bestia
con saña y sin alma.
Dejamos ir a un ángel
y nos queda esta mierda
que nos mata sin importarle
de dónde venimos, qué hacemos, qué pensamos,
si somos obreros, curas o médicos.
¡Bajen las armas
que aquí sólo hay pibes comiendo!”
David le
dice a su mamá que se “va a la pile de un amigo del barrio”. Pero le miente. Se
va a jugar más allá de la Villa 9 de julio, en Córdoba capital. Se reúne con
unos amigos y terminan casi enfrente de un cordón policial que custodia un
supermercado. De pronto, vuela una piedra, y otra, y otra. Suenan escopetazos.
Todos corren, menos David, que siente que las piernas no le responden y se
queda quietito al lado de un árbol. Tiene tres perdigones de plomo incrustados,
uno en el hombro izquierdo, otro en el muslo derecho y el tercero a la altura
de un pulmón. Lo llevan en un patrullero a una enfermería cercana. No hay caso:
David no resiste. Su mamá y sus hermanos lo buscarán desesperados toda la tarde
y toda la noche. Recién al otro día le dirán que David estaba muerto. Tenía 13
años.
El
supermercado se llama Bienestar. Sus persianas están bajas. Lo rodean decenas
de personas que ya habían “visitado” otros locales de esa zona del norte
rosarino. Un grupo se decide y ataca. Varios fogonazos salen de la escopeta de
otro comerciante de la cuadra. El desbande es total, excepto por un cuerpo que
queda tendido en el suelo. Se mueve por unos segundos hasta quedar tieso. Los
hermanos de la víctima le avisan a su mamá. Y su mamá, va a la delegación
municipal a pedir plata para comprar un cajón para despedir cristianamente a su
hijo, Marcelo Pacini. Tenía 15 años.
Yanina
escucha gritos y corridas en la calle. Sabe que están saqueando el supermercado
de la esquina. Mira a su alrededor y no ve a su hijita de dos años. Se acerca a
la puerta a ver si salió. Apenas llega al umbral, una bala 9 milímetros le
quita la vida. No hay ningún efectivo de la Policía rosarina procesado por el
crimen. Hoy, su hija, que tiene la misma edad que su mamá al morir, no se cansa
de golpear puertas y puertas y puertas para pedir justicia.
La gente
sale del mercadito con las manos llenas de lo que puede. De pronto, llegan
varios patrulleros. Sergio los escucha frenar e intuye el peligro. Sale por la
puerta principal, esquivando botellas y paquetes tirados. La agilidad de sus 16
años lo pone enseguida de cara al sol y a una escopeta apuntándole al pecho. De
inmediato siente un fuego de infierno y cae boca arriba. Se desperterá días después,
en un hospital. Nunca más volverá a correr. Un año sobrevivirá Sergio
Perdernera a aquel balazo recibido a pocas cuadras de su casa en Villa El
Libertador, en Córdoba capital. Sus papás no podrán costearle el tratamiento de
rehabilitación. Morirá en su cama, parapléjico y con daños irreparables en su
hígado.
Roberto ve venir a una turba de gente
corriendo hacia él. Y oye estruendos de escopeta. No le queda otra que seguir
al grupo. Les tiran con balas de goma. Algunos tropiezan, heridos y siguen corriendo.
Unos metros más adelante, otros policías disparan parapetados en las columnas
de un edificio en construcción. Los perdigonazos pasan zumbando... Pero no
todos son perdigones. Uno de esos policías no tiene escopeta y tira con su
pistola reglamentaria. Roberto Gramajo cae, pero no se levanta. Su fornido
cuerpo de 19 años no resiste. Le había prometido a un tío ir a visitarlo esa
tarde a su casa del barrio Don Orione de Almirante Brown. Al policía que
disparó no le importó si Roberto había participado del saqueo al autoservicio
“Nico” de la otra cuadra o si iba a la casa de su tío.
Carlos
Spinelli maneja su motito de mensajería por las calles furiosas de Pablo
Nogués. A esa altura de la tarde, ya se había cruzado con varios mercaditos
vaciados y por vaciarse. Hay pocos patrulleros pero intuye que hay más policías
de los que aparecen. Y no se equivoca. Desde un Gol blanco le apuntan y le
disparan. La rueda delantera de la moto queda rodando con el cuerpo inerte de
Carlos tirado a su lado. Los cazadores del Gol blanco desaparecen en busca de
otra presa. La que acaban de cobrarse tenía 25 años.
Juan ve
venir el camión y empuja para quedar en mejor posición. Hace horas que, junto a
cientos de personas, espera comida frente a un supermercado en la esquina de
Necochea y Cochabamba, en Rosario. El camión viene custodiado por varios
patrulleros. Juan se da cuenta que no les van a dar comida. Los policías se
bajan y empiezan a disparar balas de goma. Todos corren, pero Juan queda
rezagado al final del grupo. Recibe una perdigonada de goma en la espalda y
cae. Intenta ponerse de pie pero lo bajan de un cachiporrazo. Un policía carga
la escopeta y gatilla a quemarropa. El tiro no sale. Entonces, saca su arma
reglamentaria. Horas después, la autopsia dirá que Juan Delgado, de 28 años,
había recibido 8 disparos. Ningún policía fue procesado por su muerte.
Rubén
escucha que disparan pero no para de correr. La caja pesa pero su contenido es
valioso: hay para varios días de almuerzo. Se la habían entregado en un supermercado
antes de que empezara la represión. Está a metros de su casilla en el barrio
rosarino de Las Flores. Pero no llega. Su cuerpo se desploma con un balazo en
la espalda. El parte policial dirá que Rubén Pereyra, argentino, casado, de 20
años, quedó en medio de una trifulca a balazos. Otro rosarino, muchos años
antes, escribió que la historia la escriben los que ganan. Ningún policía pagó
con su procesamiento por la muerte de Rubén. María, su esposa, y Aldana, su
hija hoy adolescente, siguen reclamando justicia.
Son
alrededor de las 19:00. El sol cae rojizo más allá de los edificios que regalan
sus siluetas a los ventanales de la Casa Rosada. El presidente pregunta si
estuvo bien. El “sushi-entorno” levanta el pulgar. Entonces, se prepara para
volver a Olivos. A la hora en que el mensaje se verá por cadena nacional,
“Pocho”, David, Marcelo, Yanina, Roberto, Carlos, Juan y Rubén estarán muertos.
El presidente De la Rúa recién el 21 de diciembre, ya renunciado, reconocerá y
lamentará las muertes de las 48 horas finales e infernales de su gobierno.
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