“La inseguridad es el problema
que más preocupa a los argentinos”, dice el conductor del noticiero. “Nos están
matando a todos como perros”, repite la vecina indignada. “El que mata, tiene
que morir”, grita la diva y recibe aplausos. Y sube el rating. Y el miedo
avanza, al galope. El miedo entra en casa por la tele, por la radio, por
internet. Un miedo que se siente hoy pero se pensó hace mucho. Porque el miedo
es una construcción histórica.
En la Argentina de mitad del
siglo XX había una situación de semipleno empleo. Perder el trabajo no era el
fin. Luchar por un salario mejor era ley. Organizarse era una virtud. La
solidaridad, una bandera política. Subrayo: política. La dictadura no destrozó
la escasa industria nacional en el marco sólo de un proyecto económico. Lo hizo
para desarticular un orden social y crear otro nuevo. Acabar con las fábricas
era acabar con la organización obrera. Acabar con la organización obrera era
acabar con la solidaridad. Acabar con la solidaridad era acabar con la idea de
progreso colectivo. Acabar con la idea de progreso colectivo era acabar con la
idea del trabajo como único motor del progreso individual. De pronto, miles de
personas empezaron a quedar en la calle. Otros, los mejores, simplemente desaparecieron.
Cada vez hubo menos bocas de empleo y más bocas que alimentar. Sálvese quien
pueda. La calle fue un destino cierto, el peor de los destinos. Y ganó el
miedo. El miedo de caer allí abajo.
Pasaron los años y el modelo dio
sus frutos. Nosotros, los de 35 - 40 años, crecimos con el miedo en los ojos de
nuestros viejos. El miedo nos educó. “Tenés trabajo, qué suerte”… “Y sí pagan
poco, pero al menos tengo laburo”… “No puedo quejarme, a ver si me echan”… El
trabajo se convirtió en un tesoro. Un tesoro que había que sostener a
cualquier precio. Y aceptamos todas las formas de la humillación. Los salarios
se convirtieron en limosna: una dádiva para sobrevivir. El miedo nos susurraba
al oído mientras los dueños de siempre se llenaban de dinero.
Y mientras tanto, el bombardeo
desde los medios masivos, la publicidad y el marketing, se intensificó. La idea
del éxito material rápido y fácil se impuso sin resistencia. Un hombre no podía
ser exitoso sin dinero. Para ser había que tener. ¿Y cómo tener, entonces?
¿Laburando? El delito – a toda escala – se convirtió en la puerta al éxito.
Robar era tener. Robar era ser. Un desocupado era – y es aún - un no ser.

La inseguridad no trajo el miedo.
Fue al revés: el miedo generó la inseguridad. Ese miedo que crearon para
hacernos más manipulables, más individualistas, más desconfiados, más
discriminadores, más dóciles, más previsibles, más ignorantes.
Padres e hijos, nietos y abuelos, amigas y amigos, vecinas y
vecinos, la diva y el conductor; todos somos criaturas de los inventores del
miedo.
La solución a “la mayor preocupación
de los argentinos”, tal vez, comience por reconocer cómo se generaron las
condiciones para que hoy exista eso que llamamos “inseguridad”. A partir de ese
reconocimiento podría iniciarse la construcción de una nueva sociedad donde el
trabajo, la lucha y la solidaridad sean sinónimos de progreso. Una tarea que no
es de la policía ni de un gobierno. Es de todos.
Gabriel Prósperi. Periodista.
13
de marzo de 2011.
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