Alberto Márquez tenía 57 años. Era robusto y convivía con la
diabetes. Sin embargo, ya a la sombra de un árbol y luego de haber enfrentado
los bastonazos de los azules, como en los viejos tiempos, rompió toda dieta y
se devoró dos conogoles enteritos. Estaba contento y satisfecho: como peronista de ley había
participado activamente en el día de la renuncia del radical De la Rúa. En un
momento, bajó de la vereda al asfalto para ver mejor los enfrentamientos que
aun se daban hacia el lado del obelisco. De pronto, dos autos frenaron a unos 30 metros de
distancia, sobre la 9 de julio. Se bajaron varios hombres. Apuntaron y
dispararon. Alberto atinó a darse vuelta, dio dos pasos y cayó. Manaba sangre de su boca. Marta, su mujer, lo sostuvo como pudo mientras le gritaba que no se vaya. Pero Alberto se iba. Un milagroso Fiat Duna rojo paró sobre el cordón. Alberto agonizaba. Lo subieron entre varios atrás. Marta subió al asiento del acompañante. El conductor del Duna
arrancó pero no sabía para donde ir. El tiempo corría y la vida de Alberto se
escapaba. Apareció una ambulancia. Un médico
le hizo la primera revisión. No hizo falta más: miró a Marta, meneó la cabeza y esbozó una mueca de disculpa. Durante años, Marta volvería una y otra vez, sola, a la plazoleta de la 9 de julio, a ver si Alberto volvía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario