Son las
16:22. La guardia de infantería retrocede hacia la Plaza de Mayo. Los efectivos
de comisaría se repliegan luego de usar sus escopetas cargadas con plomo. Los
manifestantes más osados avanzan. Saben que hay heridos; que hay muertos. Están
enardecidos. Cuatro pibes de bermudas y torsos desnudos sacuden un cartel de
señalización y lo arrancan de cuajo. Van con todo contra los blíndex
polarizados. ¿Hay alguien adentro? Qué importa. No buscan hacer daño por el
daño mismo: expresan el clímax de la bronca callejera contra el enemigo a la
vez simbólico y real: la fachada de un banco transnacional. El blíndex sede y estalla.
Al instante, se escucha una ráfaga de disparos. Y otra. Y otra. Los pibes del
cartel y otros tantos corren despavoridos. Todos escapan, menos uno. Gustavo
Benedetto está boca abajo y no se mueve. Lleva una bermuda y una remera en la
cabeza. Está en cueros. La sangre empieza a brotar de su cabeza. Ya está
muerto. La bala 9 milímetros atravesó su cráneo. La autopsia hablará de un sólo
orificio de ingreso y salida. Cuando la balacera se apaga vienen en su auxilio
otros jóvenes. Ya nada se podrá hacer. Una ambulancia del SAME llega al lugar a
las 16:36. Volará por las calles incendiadas hasta el hospital Ramos Mejía.
Pero el flaco de La Tablada, de 23 años, ya es la cuarta víctima fatal de la
tarde.
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