Son las 12:30 del mediodía hirviente. El auto
negro importado estaciona pegado a la típica veredita de San Telmo. Dos
custodios separan con sus gruesas humanidades a los fotógrafos y periodistas que
quieren llegar hasta una de las puertas traseras. La cabeza semicalva del
presidente se asoma. Una lluvia de roncos insultos lo recibe. Empujado por los
guardias y por las circunstancias, Fernando De la Rúa ingresa a la sede de
Cáritas. Durante una hora escucha reproches de sacerdotes, gobernadores,
empresarios, sindicalistas y operadores varios. Cumplida la “misión-coraje”
pergeniada por su “entorno-sushi”, el Presidente se levanta y se despide.
Afuera, el auto está ahora sobre la vereda. Los custodios lo empujan adentro.
El diluvio de insultos se convierte en un granizo de huevos y cascotes. El auto
arranca y se lleva un recuerdo en la luneta: un piedrazo la destroza en miles
de pedazos.
A esa misma
hora, en el barrio Las Flores de Rosario, unos 20 pibes reciben su única comida
del día en la Escuela N° 756, “José Manuel Serrano”. De pronto, escuchan una
furiosa balacera y el inconfundible ulular de sirenas policiales rodeando el
lugar. “Pocho” se sube al techo de la escuela y grita: “Hijos de puta, bajen
las armas que acá nada más hay pibes comiendo”. La respuesta es un certero
itakazo a la altura de la traquea. “Pocho” cae muerto. A partir de ese
instante, Claudio “Pocho” Lepratti será para siempre el ángel de la bicicleta.
León Gieco lo inmortalizará en una cumbia:
“Cambiamos fe por lágrimas,
con qué libro se educó esta bestia
con saña y sin alma.
Dejamos ir a un ángel
y nos queda esta mierda
que nos mata sin importarle
de dónde venimos, qué hacemos, qué pensamos,
si somos obreros, curas o médicos.
¡Bajen las armas
que aquí sólo hay pibes comiendo!”
David le
dice a su mamá que se “va a la pile de un amigo del barrio”. Pero le miente. Se
va a jugar más allá de la Villa 9 de julio, en Córdoba capital. Se reúne con
unos amigos y terminan casi enfrente de un cordón policial que custodia un
supermercado. De pronto, vuela una piedra, y otra, y otra. Suenan escopetazos.
Todos corren, menos David, que siente que las piernas no le responden y se
queda quietito al lado de un árbol. Tiene tres perdigones de plomo incrustados,
uno en el hombro izquierdo, otro en el muslo derecho y el tercero a la altura
de un pulmón. Lo llevan en un patrullero a una enfermería cercana. No hay caso:
David no resiste. Su mamá y sus hermanos lo buscarán desesperados toda la tarde
y toda la noche. Recién al otro día le dirán que David estaba muerto. Tenía 13
años.
El
supermercado se llama Bienestar. Sus persianas están bajas. Lo rodean decenas
de personas que ya habían “visitado” otros locales de esa zona del norte
rosarino. Un grupo se decide y ataca. Varios fogonazos salen de la escopeta de
otro comerciante de la cuadra. El desbande es total, excepto por un cuerpo que
queda tendido en el suelo. Se mueve por unos segundos hasta quedar tieso. Los
hermanos de la víctima le avisan a su mamá. Y su mamá, va a la delegación
municipal a pedir plata para comprar un cajón para despedir cristianamente a su
hijo, Marcelo Pacini. Tenía 15 años.
Yanina
escucha gritos y corridas en la calle. Sabe que están saqueando el supermercado
de la esquina. Mira a su alrededor y no ve a su hijita de dos años. Se acerca a
la puerta a ver si salió. Apenas llega al umbral, una bala 9 milímetros le
quita la vida. No hay ningún efectivo de la Policía rosarina procesado por el
crimen. Hoy, su hija, que tiene la misma edad que su mamá al morir, no se cansa
de golpear puertas y puertas y puertas para pedir justicia.
La gente
sale del mercadito con las manos llenas de lo que puede. De pronto, llegan
varios patrulleros. Sergio los escucha frenar e intuye el peligro. Sale por la
puerta principal, esquivando botellas y paquetes tirados. La agilidad de sus 16
años lo pone enseguida de cara al sol y a una escopeta apuntándole al pecho. De
inmediato siente un fuego de infierno y cae boca arriba. Se desperterá días después,
en un hospital. Nunca más volverá a correr. Un año sobrevivirá Sergio
Perdernera a aquel balazo recibido a pocas cuadras de su casa en Villa El
Libertador, en Córdoba capital. Sus papás no podrán costearle el tratamiento de
rehabilitación. Morirá en su cama, parapléjico y con daños irreparables en su
hígado.
Roberto ve venir a una turba de gente
corriendo hacia él. Y oye estruendos de escopeta. No le queda otra que seguir
al grupo. Les tiran con balas de goma. Algunos tropiezan, heridos y siguen corriendo.
Unos metros más adelante, otros policías disparan parapetados en las columnas
de un edificio en construcción. Los perdigonazos pasan zumbando... Pero no
todos son perdigones. Uno de esos policías no tiene escopeta y tira con su
pistola reglamentaria. Roberto Gramajo cae, pero no se levanta. Su fornido
cuerpo de 19 años no resiste. Le había prometido a un tío ir a visitarlo esa
tarde a su casa del barrio Don Orione de Almirante Brown. Al policía que
disparó no le importó si Roberto había participado del saqueo al autoservicio
“Nico” de la otra cuadra o si iba a la casa de su tío.
Carlos
Spinelli maneja su motito de mensajería por las calles furiosas de Pablo
Nogués. A esa altura de la tarde, ya se había cruzado con varios mercaditos
vaciados y por vaciarse. Hay pocos patrulleros pero intuye que hay más policías
de los que aparecen. Y no se equivoca. Desde un Gol blanco le apuntan y le
disparan. La rueda delantera de la moto queda rodando con el cuerpo inerte de
Carlos tirado a su lado. Los cazadores del Gol blanco desaparecen en busca de
otra presa. La que acaban de cobrarse tenía 25 años.
Juan ve
venir el camión y empuja para quedar en mejor posición. Hace horas que, junto a
cientos de personas, espera comida frente a un supermercado en la esquina de
Necochea y Cochabamba, en Rosario. El camión viene custodiado por varios
patrulleros. Juan se da cuenta que no les van a dar comida. Los policías se
bajan y empiezan a disparar balas de goma. Todos corren, pero Juan queda
rezagado al final del grupo. Recibe una perdigonada de goma en la espalda y
cae. Intenta ponerse de pie pero lo bajan de un cachiporrazo. Un policía carga
la escopeta y gatilla a quemarropa. El tiro no sale. Entonces, saca su arma
reglamentaria. Horas después, la autopsia dirá que Juan Delgado, de 28 años,
había recibido 8 disparos. Ningún policía fue procesado por su muerte.
Rubén
escucha que disparan pero no para de correr. La caja pesa pero su contenido es
valioso: hay para varios días de almuerzo. Se la habían entregado en un supermercado
antes de que empezara la represión. Está a metros de su casilla en el barrio
rosarino de Las Flores. Pero no llega. Su cuerpo se desploma con un balazo en
la espalda. El parte policial dirá que Rubén Pereyra, argentino, casado, de 20
años, quedó en medio de una trifulca a balazos. Otro rosarino, muchos años
antes, escribió que la historia la escriben los que ganan. Ningún policía pagó
con su procesamiento por la muerte de Rubén. María, su esposa, y Aldana, su
hija hoy adolescente, siguen reclamando justicia.
Son
alrededor de las 19:00. El sol cae rojizo más allá de los edificios que regalan
sus siluetas a los ventanales de la Casa Rosada. El presidente pregunta si
estuvo bien. El “sushi-entorno” levanta el pulgar. Entonces, se prepara para
volver a Olivos. A la hora en que el mensaje se verá por cadena nacional,
“Pocho”, David, Marcelo, Yanina, Roberto, Carlos, Juan y Rubén estarán muertos.
El presidente De la Rúa recién el 21 de diciembre, ya renunciado, reconocerá y
lamentará las muertes de las 48 horas finales e infernales de su gobierno.
Impresionante relato Gaby, como todo lo tuyo. Tan desgarrador como real. Tan dura como la realidad de esa época. Cariños
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