Aquella tarde, Diego se
tomó el colectivo 24 rumbo al centro. Estaba solo. Quería bajarse lo más cerca
posible de la Plaza de Mayo. Pero el movimiento represivo de la policía lo
empujó hacia la 9 de julio, como a otras cientos de personas. Pasadas las 16:00
estaba a la vanguardia de un grupo que le hacía frente a la barrera de
federales que retrocedía hasta Avenida de Mayo y Tacuarí. Disparos secos se
escucharon desde la línea policial. Un motoquero cayó mortalmente herido
(Gastón Riva). Casi al mismo tiempo, y unos metros más allá, Diego era
despedido hacia atrás por un impacto de plomo en el pecho. Otros jóvenes que
marchaban a su lado, lo vieron, lo levantaron y corrieron con él a cuestas
hacia Bernardo de Irigoyen. Ya lejos del alcance policial, lo dejaron sobre el
pasto, en una plazoleta. Diego apenas respiraba; apenas se movía. Los pibes que
lo rodeaban pedían a gritos una ambulancia. La asistencia no iba a llegar a
tiempo.
El 21 de diciembre de
2001, antes de que la claridad del amanecer acaparara la mañana, el paquete con
los diarios ya estaba en el kiosco de la esquina de la casa de los Lamagna, el
de los amigos de toda la vida de Diego. Cuando tomaron en sus manos
el Clarín, la tapa los estremeció. El que aparecía en la foto, tirado boca arriba, era Diego, su amigo, ya sin vida.
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