Verlo llorar desconsolado nos partió
el alma ya partida. Había perdido la selección, pero en realidad
todos entendíamos que había perdido él. Nunca lo habíamos visto
así. Era la primera vez que nuestro capitán flaqueaba ante los ojos
del mundo. Con la impotencia hecha carne y lágrima aceptó su
medalla de plata y se hundió en el desconsuelo. Aquella noche triste
de Diego Armando Maradona, en Roma, se iba a repetir casi calcada 26
años después con Lionel Messi, en Nueva Jersey.
Cuando Messi perdió la final del
mundo en Brasil no soltó una sola lágrima. El capitán pareció
contener a propósito su emoción. Actuó como un verdadero líder:
de pie y entero ante la derrota más dolorosa. Mientras sus
compañeros se entregaban al justificado llanto del sueño hecho
pedazos, él subía al estrado, íntegro y respetuoso, a recibir un
premio para cualquiera imposible; para él, menor.
Y aquella vez se escucharon feroces
críticas hacia su actitud dentro y fuera de la cancha. Como que nada
le importaba, ni el premio, ni la final, ni la selección, ni la
bandera... Ni él.
Un año después, en Chile, actuó de
manera similar. Y volvieron las alevosas voces a levantarse en su
contra.
El domingo, en Nueva Jersey, al final,
Messi lloró. ¿Eso querían? Eso hizo. Y después, en el vestuario,
aún con los colores de la selección cubriendo su piel, tiraba la
bomba: no va más. Igual que Maradona luego de aquella final en
Italia; de aquellas lágrimas.
Maradona volvió, sin embargo, a la
selección tres años después para jugar su último mundial. La
historia de Leo con la camiseta nacional tal vez tenga más noches
todavía por transitar. Amén. Es que de sudor y de lágrimas; de
victorias y derrotas; de elogios embusteros y críticas mediocres; de
renuncias y arrepentimientos están hechas las vidas de los héroes.
Estos héroes. Nuestros héroes.
Gabriel Prósperi. Periodista.
28 de junio de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario