Hay una idea hegemónica que cunde del
Facebook a los paneles de los programas de TV: demostrarle a aquel
que creyó en el kircherismo que en realidad todo lo que avaló y
aplaudió resultó ser una gran mascarada para ocultar el verdadero
fin del kirchnerismo: afanarse toda la guita posible. La contraidea
es demostrarles a todos los que no creyeron en el kirchnerismo que
tenían razón. El tema es que estos últimos decidieron ahora apoyar
a un gobierno conservador.
El conservadorismo político en la
Argentina siempre fue bien acompañado por su hermanito menor: el
liberalismo económico. Ranking histórico: gobierno oligárquico de
la generación del '80; década infame; revolución libertadora;
última dictadura militar; menemato, y ahora, macrismo. En términos
historiográficos clásicos, podríamos decir que el único
experimento conservador “exitoso” fue el de la generación del
'80. Claro, con una salvedad: Roca y sus coetáneos sentaron las
bases de lo que sería para siempre la “normalidad” de este país
lejano y estepario llamado Argentina. Lo hicieron “ingresar” al
mundo en una situación de sometimiento a los designios de lo que se
llamó “la división internacional del trabajo”. Nosotros, vacas,
ovejas y cereales. Ellos, los países civilizados, bienes
manufacturados y servicios. El capitalismo argentino nació con olor
a bosta.
Todo gobierno que pusiera en cuestión
aquella “normalidad” fue tildado de “populista”. Ránking
histórico: yrigoyenismo; primer peronismo, gobierno de Illia, parte
del alfonsinato, y los 12 años de néstor-cristinismo. El
desarrollismo sedujo primero a la casta dominante, pero luego terminó
en el arcón de los ensayos denostados por el patriciado vernáculo.
En los argumentos de los analistas periodísticos hegemónicos de
cada época, los populismos fueron siempre inútiles, estériles y
sobre todo, mentirosos. Trampas históricas. El yrigoyenismo no
sirvió para responder a la crisis de los tempranos 30's. El primer
peronismo fue una enorme farsa que atentó contra las buenas
costumbres y el verdadero ser argentino. Illia fue, a la vista del
siempre servicial Mariano Grondona, “una tortuga”. Alfonsín no
entendió nunca hacia dónde iba el mundo, con la restauración
neo-conservadora de Reagan y Thatcher a la cabeza. El kircherismo
viene a ser el resumen de estos males, con la suma del más artero de
todos: la corrupción.
La historia demostró que para que
haya un retorno a la “normalidad”, una restauración
conservadora-liberal, tuvo que haber siempre un estrepitoso fracaso
populista previo. Imponer el doloroso retorno al camino de la verdad
del ser argentino necesitó primigeniamente del argumento de “la
pesada herencia”. El gobierno de Cristina Fernández no terminó
envuelto en bombardeos, planteos militares, gases lacrimógenos o
saqueos. La historia oficial, la que escriben los que ganan, dirá
que terminó en la más ignominiosa sospecha de choreo nacional jamás
vista. Un choreo escandaloso y nocivo para todos... y todas. Ñoquis,
Cámporas, Lázaros, Máximos, Milagros. Si esta no es una pesada
herencia, las pesadas herencias dónde están.
“Ahora tiro yo porque me toca, en
este tiempo de plumaje blanco”, cantó el Indio Solari alguna vez.
Y canta hoy el grupo dominante enbanderado en el cambio macrista. Los
no-ladrones del gobierno no roban, claro. Pero quitan. Quita 1:
retenciones. Quita 2: subsidios. Quita 3: puestos de trabajo. Quita
4: salarios. Quita 5: acceso gratuito a bienes culturales. Y siguen
las quitas. “Ensayo general para la farsa actual, teatro
antidisturbios”. ¿Dónde subyace la esperanza renovada de la
ceocracia pro para pensar que ahora sí se cumplirá el designio de
grandeza tantas veces postergado?
La historia política argentina se
asemeja al ciclo del agua: llueven fracasos populistas, se nutren las
raíces liberal-conservadoras, se evaporan las promesas
liberal-conservadoras, se condensan las políticas
liberal-conservadoras y vuelven a llover fracasos
liberal-conservadores, que a su vez nutren las raíces populistas, y
así sucesivamente. ¿En qué estadío de ese ciclo estamos?
Disculpen: prefiero dejar en sus manos la conclusión.
Gabriel Prósperi. Periodista.
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