El último discurso de la presidenta Fernández de Kirchner,
el jueves 6 de septiembre, fue visto por casi nadie. Y sin embargo, su impacto
en las redes sociales fue brutal. Todo, por una frase en la que Cristina
dijo que había que tenerle miedo a Dios y, un poquito, a ella. ¿De qué habrá
estado hablando cuando dijo eso? ¿En qué marco lo expresó? “Y qué importa eso”,
podrán preguntar muchos de los que opinaron al respecto en el cyber-ágora
facebuquero. Yo creo que sí importa, porque el conocimiento del contexto en que
fue dicha la frase nos daría la certeza de evaluarla correctamente en alguno de
los sentidos delineados en los indignados comentarios virtuales; a saber: la
presidenta se cree la reencarnación de Nefertiti; quiere fundar una teología
kirchnerista – camporista, o simplemente, es una delirante
trasnochada-mentirosa-revanchista-setentista-montonerista y todos los “istas”
que se quieran.
En función
de esa búsqueda, me sigo preguntando: ¿de dónde se empezó a reproducir la frase
de la discordia? ¿Fue alguien – fundamentalista o alienado, sin dudas – que se
comió todo el discurso, fue sorprendido hasta la conmoción por la frase y
comenzó a expandirla por Twitter? ¿O fue algún medio opositor que, sagazmente,
eligió atacar por ese lado? Si nos inclinamos por esta última opción, vale la
pena detenerse en lo siguiente: Julio Blanck, editorialista de Clarín, escribió
ayer, viernes 7 de septiembre, que la cadena nacional del lunes precedente
había sido un fiasco televisivo: “…el rating del aire cayó casi 20 puntos… Se
produjo el milagro: la audiencia sumada de los cables superó por poco a los
canales de aire”. Esto quiere decir, según Blanck, que a Cristina no la quiere
ver nadie porque no interesa lo que dice o porque simplemente produce rechazo
su sola presencia mediática. La paradoja surge sola: nadie la quiere escuchar
pero una
sola frase suya puede provocar un aluvión de críticas en las
libertarias ciento y pico de letritas de un twitt o en los emancipadores “me
gusta” del Facebook.
Esta simple
concatenación de ideas – que espero no sea tan tediosa como una cadena – nos
pone ante un interesante intríngulis que se expande inexorablemente en nuestros
tiempos tinéllico-pachanescos: sacamos conclusiones y emitimos opiniones de
algo o de alguien con datos demasiado escuetos; nos hacemos eco y le ponemos nuestra
firma a sucesos y palabras cocinadas, maceradas y servidas por otros. ¿No le
estaremos dando de comer a polémicas intencionadas que sólo apuntan a naturalizar
malhumores sociales? ¿No seremos barriletes en el viento de la manipulación?
En el
prólogo de un libro que leí alguna vez, se planteaba un atrapante debate entre
dos formas de ver el mundo, resumidas en dos dilemas antagónicos. El primero,
rezaba lo siguiente: cómo es posible que el hombre pueda conocer tanto frente a
tan poca información que le brinda su entorno. El segundo, pregonaba
exactamente lo contrario: cómo sabemos tan poco ante tanta realidad disponible
allí para indagar. ¿Bajo el paraguas de cuál de estos dilemas nos cobijamos mejor
cada uno de nosotros, entes libres y pensantes, a la hora de opinar, twittear y
“megustear”? La forma en que abordamos polémicas como la blasfema frase de
Cristina nos puede acercar a una respuesta. Amén.
Gabriel
Prósperi. Periodista.
8
de septiembre de 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario